Buscando resolver sus problemas por los medios más primitivos, las naciones más avanzadas de Asia y Europa terminaron de vuelta en la Edad de Piedra y redescubrieron la clave del progreso: la innovación tecnológica.
Los enjambres de aviones eran tan numerosos que oscurecían el cielo. Su misión se resumía en una lacónica expresión: “carpet bombing”, dejar caer tantas oleadas de explosivos como fuera necesario para que la totalidad del territorio enemigo quedase alfombrada con nada más que escombros. Cumplieron su objetivo, y finalmente doblegaron la voluntad de Japón y Alemania de seguir combatiendo.
Concluidas las hostilidades en 1945, en estos dos países prácticamente no quedaban ciudades, puentes, ni fábricas: solo hambre y miseria.
El paisaje no podía ser más distinto cuando fueron anfitriones de las Olimpiadas de Tokyo en 1964 y de Munich en 1972: en menos de una generación habían pasado de la miseria absoluta a los más altos niveles de riqueza, y le pisaban los talones a los Estados Unidos, la gran potencia vencedora de la Segunda Guerra Mundial; con la diferencia de que, en el caso de los derrotados, la mayor parte del capital acumulado por las generaciones precedentes había sido borrado de un plumazo y debieron comenzar casi de cero. Un logro tan inaudito mereció el calificativo unánime de “milagro”.
Pero, cómo podía un hecho improbable ocurrir dos veces?
Como Neanderthales o Sumerios
En la década del 30, la lógica de la sabiduría económica de su tiempo arrastró a las clases dirigentes de las naciones más avanzadas de Asia y Europa a una conclusión diabólica: para que el flujo de materias primas que requería su desarrollo no estuviese sujeto a la veleidosa voluntad de sus vecinos, con los que mantenían viejas rivalidades, no había mas opción que acumular el poderío bélico necesario para apoderarse por la fuerza de los territorios en los que estas riquezas naturales se encontraban.
Al principio, el plan pareció funcionar: Japón y Alemania estrenaron sus poderosas maquinarias de guerra adueñándose casi sin resistencia de sus respectivos continentes, erigiéndose en la cabeza de sendos imperios. Esta conducta bárbara no carecía de precedentes, y, de hecho, ha caracterizado a las grandes potencias a lo largo de la historia humana. La novedad fue –en esta oportunidad- la enérgica reacción de terceros con la capacidad de obligar a los agresores a retroceder, y a conformarse con los pequeños territorios pobres en recursos naturales que les concedió esa historia que, con esta guerra de agresión, habían intentado desesperadamente rectificar en su favor. Sólo que todo salió mal, y ahora estaban en ruinas. Lejos de cumplir el propósito para el que fueron producidas, las armas resultaron un bumerang, que trajo tanta destrucción y miseria a quienes las empuñaron como a los que fueron atacados con ellas.
Un tesoro inesperado
En la retaguardia del esfuerzo bélico, por el contrario, fue la experiencia de construir cada una de esas armas lo que terminó dotando a ambas naciones de la mayor de las riquezas, hasta entonces insospechada: la fuerza laboral tecnológicamente más competitiva del mundo; fue como si una masa crítica de alemanes y japoneses hubiese sido reclutada para participar en el más ambicioso experimento diseñado para equiparla -de forma rápida e intensiva- con los conocimientos y capacidades necesarios para emprender la fabricación de todo tipo de bienes manufacturados.
Dos ejemplos que tuve oportunidad de escuchar casualmente en Alemania me permitieron comprender la mecánica del “milagro”.
A medida que la guerra avanzaba, los hombres que cumplían con la estatura mínima que típicamente exigen las fuerzas aéreas se hacían más escasos, y no quedó más remedio que entrenar tripulantes de todas las tallas todavía disponibles. Apenas esta nueva hornada de pilotos reportaron que muchas misiones fracasaban debido a las dificultades que tenían para ver por el parabrisas, o para alcanzar los pedales desde el asiento, sencillamente porque sus torsos y piernas resultaban más cortas o largas que las distancias que los diseñadores de los aviones definieron en función de una estatura “normal” o “ideal”, quienes instalaban los asientos se las arreglaron para adaptarles mecanismos que permitiesen ajustar su altura a la de pilotos menos estandarizados.